Un testimonio que demuestra la solidaridad, el altruismo, la profesionalidad
y el heroico comportamiento de los trabajadores de la Radio cubana #CubaRadio90
en el alma de #Cuba en defensa de su pueblo.
La fecha del 8 de septiembre de 2008 sigue dolorosamente anclada
en la memoria de Dania Quiala, vecina de la ciudad marítima de Gibara, conocida
como La Villa Blanca de Cuba, ubicada a 33 kilómetros al norte de Holguín y a
unos 775 al este de La Habana.
Dania era por entonces
jefa de Programación de la radioemisora CMKB, estación comunitaria fundada el
24 de febrero de 2001, la cual cada día sale al aire con el sugerente nombre de
La Voz del Atlántico, y en virtud de esa responsabilidad dirigió el equipo de
trabajo que, micrófono en mano, ayudó a los gibareños a enfrentar el mayor
percance masivo sufrido allí hasta hoy.
Al amanecer del
mencionado día ella estaba plenamente convencida de que en la madrugada de ese lunes
y la noche anterior había pasado por los momentos más trágicos de su
existencia; pero afuera la esperaba otra verdad.
Se había hecho
cargo de la jefatura de la planta en horas tempranas del domingo, animada por solidarios
sentimientos, pues mientras ella vivía sola en su casa del Reparto Pueblo
Nuevo, conocido también por El Güirito, Martha María González, la directora de
la emisora, tenía que cuidar a su pequeño hijo y a otros familiares.
Los primeros signos
realmente alarmantes los trajo al mediodía el periodista Norberto Rosado, que
acababa de cubrir una reunión del Consejo de Defensa Municipal presidida por
José Ramón Machado Ventura, primer vicepresidente de los consejos de Estado y
de Ministros de Cuba, quien alertó acerca de la gran peligrosidad del meteoro que
se aproximaba y sobre su posible penetración al país por las costas de Gibara, en
apenas unas horas.
Durante un posterior
recorrido por la villa, Machado Ventura insistió en esos pronósticos, avalados
por el Instituto Nacional de Meteorología y el Estado Mayor Nacional de la
Defensa Civil. Los trabajadores de la radio local mantuvieron a los oyentes al
tanto de dichas advertencias, pero sin estar ellos mismos convencidos de la
magnitud del desastre que se avecinaba.
Alrededor de las
4:00 de la tarde del húmedo domingo, periodistas, locutores, realizadores de
sonido, directores de programas, el operador del grupo electrógeno, un custodio
y otros compañeros ocuparon sus puestos, casi felices de poder reportar el paso
de un intenso huracán por su municipio, hecho que en sus mentes despertaba gran
curiosidad y ciertas ansias de quijotería.
Pasadas apenas
tres horas, todos, sin excepción, intuyeron que iban a protagonizar la más peligrosa
aventura de sus vidas, frente a un fenómeno cuyas consecuencias eran por
completo impredecibles. Al anochecer ya la lluvia y, en especial los vientos, azotaban
con tal fuerza, que impedían su retorno a casa y la llegada de quienes debían
relevarlos. Habían quedado literalmente sitiados. En cada mirada se adivinaba
el miedo, pero también la decisión de resistir y actuar con la debida dignidad.
Mientras más
avanzaba la noche, con mayor intensidad golpeaba la borrasca. Aquí y allá se sentían
caer los tanques colectores de agua y los techos convertidos en objetos
voladores. Un fortísimo estruendo anunció el desplome de La Murcielaguina, edificio
de gran valor patrimonial para la villa, fundada el 16 de enero de 1817 y
reconocida desde hace años como Monumento Nacional.
Aunque fueron
adoptándose medidas para proteger la acristalada fachada de la emisora, detrás
de la cual se colocaron burós, estantes, otros muebles y hasta la moto que allí
sirve de medio de transporte, la hermosa pared de vidrio vibraba como si fuera
a romperse en mil pedazos, capaces de devenir mortíferos proyectiles contra
quienes ocupaban el recinto, que, por cierto, no eran solo los integrantes del
colectivo laboral.
Sin previa
experiencia en cuanto al enorme poder destructivo de los huracanes, algunos
vecinos que viven cerca de la estación decidieron no evacuarse; pero cuando de
veras percibieron el peligro, corrieron a refugiarse allí, porque Radio Gibara ocupa
uno de los edificios más seguros de esa zona, pese a estar enclavada a escasos 100
metros del mar.
Entre los refugiados
se encontraban varios niños, que, a causa del pánico, el hambre, o ambas cosas
a la vez, lloraban descorazonadamente, y eso hacía más caótica la situación.
Para colmo, la
inexperiencia también había conducido a que el grupo de trabajo y sus eventuales
acompañantes carecieran de suficiente agua potable y contaran con un poco de
azúcar como único alimento.
Mientras Rosado
recibía y suministraba las informaciones gestionadas con las más diversas
fuentes, y el locutor Lázaro Ramos se desempeñaba como realizador de sonido, Dania,
sin dejar de llorar, se encargaba del micrófono y pedía a los oyentes que no se
preocuparan al escuchar algún llanto, pues provenía de algunos niños y mujeres
que, asustados, gritaban a su alrededor. ¿Y ella qué? Cosas de nervios.
Cálmense, por
favor, no sucederá nada malo -repetían los más serenos, sin sentirse muy
seguros de lo que decían ni tener plena conciencia de estar alternando su labor
periodística con el trabajo social.
Sobre las 11:00
la situación empeoró. Paulatinamente se había ido perdiendo la comunicación
telefónica a causa de la caída de varias antenas, y ya a esa hora solo era
posible recibir mensajes sintonizando algunas emisoras, entre ellas Radio
Angulo, planta matriz de la Cadena Provincial de Radio en Holguín, cuyos
micrófonos estuvieron todo el tiempo al servicio de la población, gracias a la
pericia y profesionalidad del periodista Félix Hernández y el equipo de trabajo
que lo apoyaba.
Con la rapidez
de una huracanada ráfaga, Dania se secó las lágrimas con el dorso de la mano y
echó a funcionar el pequeño radio BIR, importado en los últimos años
masivamente por Cuba desde China. La voz de Félix, cálida y segura, se le
antojó una tabla salvadora, y comenzó a hacerle eco: Radio Gibara también
seguía en el aire, y solo dejó de trasmitir ya en plena madrugada, cuando se
vino a tierra el sistema parabólico que la enlaza con Holguín.
Hacía rato que el
local se había inundado a causa de la marea de surgencia, que llevó las aguas
tierra adentro después de romper por varios puntos el aparentemente elevado e invulnerable
malecón.
Tras la
tempestad, al fin, la calma. Mas los sitiados estaban advertidos de que se
trataba de una breve tregua, después de la cual vendría lo peor. El paso de la banda
trasera del meteoro confirmaría sus temores. Vientos sostenidos de 156
kilómetros por hora y rachas máximas de mucha mayor intensidad convertían en
escombros buena parte de La Villa Blanca de Cuba.
Pese al
terrífico estruendo predominante afuera y al bullicio generado dentro, algunos
de los presentes en la emisora escucharon los gritos de auxilio lanzados por
una abuela, su hija y nieto, desde la acera de enfrente, presas de pánico
porque el ciclón arrancó la puerta frontal de su vivienda. Allá acudieron de
inmediato el custodio Álex Rodríguez y el operador del grupo electrógeno Juan
Carlos Carrión, quienes evacuaron a esa familia y preservaron sus bienes.
A punto de amanecer,
en medio de una rara quietud y convencidos de haberle puesto todo el pecho a la
tormenta, los trabajadores de Radio Gibara salieron a las calles, que ya no
eran las de su infancia, ni las de su juventud, ni siquiera las de ayer.
Una vez afuera,
cada quien se despidió con las más optimistas expresiones. Sin embargo, de los
34 empleados en la radioemisora 27 sufrirían la afectación parcial o el
completo derrumbe de sus casas.
Rosado y su
esposa, que lo acompañó en el duro trance, tomaron a la izquierda, buscaron la
calle Independencia y comenzaron a subir hacia la bella colina donde tienen su hogar.
A los pocos minutos alguien los detuvo y, señalando a lo alto, les informó que
aquellas cosas brillantes esparcidas en medio de la vía, allá a lo lejos, eran las
tejas de cinc que hasta el día anterior les sirvieron de techo. A duras penas
remontaron la cuesta.
El grupo más
numeroso avanzó por la derecha, pegado al litoral, esquivando los fragmentos
del maltrecho malecón, las rocas arrastradas por el mar, los árboles arrancados
de cuajo y los escombros de numerosas casas, muchas de las cuales hasta
entonces habían sido admiradas gracias a su aparente sólida armazón y porque realzaban
la hermosura del paisaje.
Por residir en
El Güirito, más lejos que los demás, Dania sufrió doblemente. Atrás fueron quedando,
uno a uno, sus acompañantes: primero Álex, después Juan Carlos y por último Lazarito,
a quien dejó muy consternado frente a su casa sin techo. Sola, llorosa, ya con
escasas energías, siguió hacia el barrio. Parecía llevar en el pecho todo el
peso de cuanto se había venido abajo.
Casi al final
del trayecto, un joven se le acercó para informarle que ella ya no tenía casa. Mentira,
no puede ser, ¡qué habría sido de su casita? A esa hora, parir fuerzas para
andar y andar y andar. Aún persistían los chubascos; de haber escampado, quizás
sus lágrimas, de tan pesadas, hubieran tronado al chocar con el suelo.
De cuando en
cuando detenía su tambaleante marcha, no solo por el abatimiento, sino además
para orientarse: aquel entorno que hacía unas horas le resultaba tan familiar, ahora
le era casi del todo desconocido.
Así, paso entre
paso, continuó hasta tropezar con la puerta de su casa, o mejor dicho, con la
que fue la puerta de la que fue su casa, pues había sido reducida a una larga
astilla de madera y yacía tirada en medio de la arena, aferrada a un viejo
candado, el cual ella reconoció de inmediato. Lo abrió con la correspondiente
llave, lo guardó en la cartera y entonces sí rompió a llorar, sin reprimir más
los sollozos.
Avanzó aún
algunos metros, subió a la izquierda y se detuvo justamente en el sitio buscado.
De momento creyó estar frente a un cuadro surrealista: del techo, ni la más
mínima partícula de fibrocemento o madera: ¡no quedó ni un clavo!; en lo que constituyó
el interior de su hogar, solo el tanque plástico del agua y unos fragmentos de cristal
sobre un trozo de papel en el que podía leerse: “La Revolución siempre confiará
en sus cuadros consagrados…”, y una firma: “Fidel Castro Ruz”.
Se trataba del Reconocimiento
recibido cuando resultó Destacada a nivel nacional por su labor al frente de
los Comités de Defensa de la Revolución en el municipio. Pero ya hasta eso
carecía de importancia. Nada podría devolverle el sosiego. El ciclón le había nublado
la mente, al punto de que solo atinaba a pensar en su desamparo, en su hijo y
su madre, residentes en otros lugares de la provincia, y a esa hora… ¡Ay coño,
qué habrá sido de ellos!
Miró hacia un
rincón: ni siquiera le quedaron las fotos y las cartas de sus seres queridos.
Mas la solidaridad hace milagros.
Derrumbada de dolor,
no había escuchado la llegada de Luis Ramírez, vecino que le trajo una
increíble noticia: las lámparas de su casa estaban en la de él, y en varias
viviendas cercanas también se hallaban guardadas diversas pertenencias de ella,
gracias a que, en plena noche, bajo el fuerte azote del huracán, Jorge Leyva,
“Papingo”, otro amigo del barrio, arriesgó su vida y le salvó todo cuanto fue posible.
Por primera vez desde hacía muchas horas y conmovida por tanta generosidad, Dania
sonrió, y recordó el refrán: “¿Tu hermano? El vecino más cercano”.
Fue un efímero
soplo de alegría, porque no solo se enfrentaba a pérdidas materiales cuantiosas,
pero recuperables, o a la tremenda pena de no poder ver jamás aquellos queridos
retratos de familia, ni leer unas cartas escritas a puro amor sin copias, sino que,
para colmo, el huracán le arrebató su proyecto de vida, como mismo echó a volar
las sábanas y las cortinas de su casa.
“Ike´ acabó
conmigo. Me hizo tanto daño, que me he jurado no hablar jamás con nadie sobre
esa terrible experiencia”, dijo meses después, sin poder frenar las lágrimas, mientras
me ofrecía su testimonio. En aquellos momentos la pobre mujer me refirió detalles
aun más personales acerca de por qué ella afirmaba que algunos de sus mejores
sueños se perdieron con el viento; mas pidió no divulgar esas interioridades.
Sin embargo, y a
pesar de sus tribulaciones, quizás el 8 de septiembre de 2008 Dania no era la
más emocionalmente afectada entre sus compañeros de trabajo. Recuérdese que el
80 por ciento de los integrantes del colectivo laboral sufrieron daños materiales,
en algunos casos graves, y todos, sin excepción, estuvieron sometidos a tensiones
sicológicas extremas. Por eso nadie esperaba que Radio Gibara siguiera en el
aire, pero sí ocurrió.
Lo más
significativo fue que todos acudían a sus puestos de forma espontánea. Incluso
aunque se extendió el horario de trasmisiones y el trabajo aumentó
considerablemente, muchos se ofrecieron para sustituir a los más perjudicados
por el ciclón y permitirles reorganizar en lo posible la vida en sus hogares, y
así lo hicieron. Los periodistas, a la calle, a tomarle el pulso a la realidad
para devolvérsela al pueblo con la mayor fidelidad posible, pero sin asomo de temor
o pesimismo, con mucha seguridad y confianza en el futuro, aunque por dentro
anduviera a chorros el dolor, y hubiera que hacer de tripas corazón para no
exteriorizarlo.
¿Qué movía a
esos hombres y mujeres, mayoritariamente jóvenes, a subordinar los intereses
personales y familiares a su encargo social? Sin duda, la solidez de sus
valores: sentido de responsabilidad y pertenencia, patriotismo, solidaridad, altruismo
y laboriosidad, entre otras altas virtudes humanas que los caracterizan.
Martha María
González, Norberto Rosado, Lázaro Ramos y la propia Dania Quiala aseguran que en
aquellos difíciles días la moral del colectivo también se fortaleció mucho
gracias a la rápida y oportuna atención que les brindaron los máximos
dirigentes del país, el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) y la
Unión de Periodistas de Cuba (UPEC).
Ellos nunca
olvidarán, según dijeron, la visita a su municipio del primer vicepresidente cubano,
José Ramón Machado Ventura, momentos antes de azotar “Ike”, ni que durante el paso
del meteoro recibieron dos estimulantes llamadas telefónicas de Guillermo Pavón,
vicepresidente del ICRT, una a las 9:00 de la noche del domingo y otra a las
3:00 de la siguiente madrugada.
Tampoco dejarán
de recordar, afirmaron, que solo unas horas después de alejarse el huracán se
personaron allí Luis Acosta, vicepresidente primero de ese organismo, el propio
Pavón; Tubal Páez, presidente nacional de la UPEC y otros dirigentes de dicha
organización no gubernamental y del Partido Comunista de Cuba (PCC) en Holguín.
Motivo de gran
reconocimiento, y de jocosidad a la vez, fue la llegada allí de varios pares de
zapatos que gestionó la Dirección Provincial de Radio con vistas a reponer el
calzado de las periodistas y otras trabajadoras, quienes, de tanto andar y
desandar las comunidades gibareñas constatando la marcha de la recuperación, se
habían quedado prácticamente descalzas.
Puesto que el
donativo llegó de improviso, pronto anduvo una sandalia izquierda por aquí, una
derecha por allá, un mocasín llegando a la puerta del frente, mientras otro yacía
en la oficina del fondo… Detrás de cada zapato, una sudorosa Cenicienta, con
ambos pies desnudos y bastante amoratados.
Testimonios obtenidos
en 14 emisoras de Las Tunas, Holguín y Camagüey, permiten afirmar que frente a
los huracanes Ike y Paloma, la Radio fue la voz que rompió los vientos.
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