Viernes 14 de enero y tarde fría. Todo el mundo sabía dónde quedaba el centro del barrio La Jata, en Guanabacoa, que debe su nombre a una palma que siempre se empinó en aquel lugar místico.
Pulseras y collares de colores en honor a los Orishas del Panteón Yoruba, asomaban en cuellos y muñecas sin reparo, pues los habitantes de este sitio presumen de raíces y ancestros.
Viernes 14 de enero y tarde fría. Hasta el barrio periférico de la urbe habanera llegó Silvio Rodríguez en su afán por expresar que la cultura y la música enriquecen la espiritualidad, pueden sanar heridas y estar en la preferencia de la marginalidad que se refugia en aquellas calles recónditas.
Antes, otras localidades como La Corbata o La Güinera vivieron la experiencia de tener entre ellos al cantautor de multitudes, a quien aplauden en Chile, México o Nueva York, el hombre que le canta a la mujer con sombrero, se convierte en escaramujo, recalca su necedad y hace tiempo apostó vivir en un país libre.
Junto a Silvio aparecieron otros músicos, trovadores y artistas. Unos, para subir al escenario a entregar alma y fe; otros, prestos a seguir al amigo en la cruzada y a disfrutar de antológicas piezas, coreadas a gritos por los miles que llegaron más allá de Guanabacoa.
Entre el público diverso del occidental barrio de La Jata, asomaron rostros incrédulos, como quien dice "esto no está sucediendo"; otros, simplemente felices. Los más, cantaron de memoria cada uno de los temas con emoción no contenida, y los jóvenes saltaban, dispuestos, para alcanzar el cielo.
Mientras parpadeaban flashes y bombillos rojos de las cámaras, aquellos hombres y mujeres se desprendían de abrigos y bufandas. En Guanabacoa funcionó el hechizo y Silvio creció, creció tan alto como la Palma Jata.
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